miércoles, 27 de agosto de 2008

Fila, Brasilero

Al abrir mi puerta me recibe un centenar de sobres-recibos desparramado en el piso, tiene las pisadas de lo mucho que le he caminado por encima. Sangre, sudor, lágrimas, arrugas de humedad y total desprecio.

Los recibos aún si maltratados siento me quieren y dan bienvenida noche tras noche. En algún punto dejaron de llegar y la montonera apilada en el piso se unificó. Todo un estamento en el apartamento ahora como la mueble-nevera-biblioteca, como el televisor cajón, como el micro onda guarda bosques.

Pongo la húmeda sombrilla tipo Gruyère encima del gancho junto a la puerta, el agua gotea encima de los recibos, saco mi bricket y prendo las velas que tengo dispuestas en la sala sobre las antiguas lámparas eléctricas. Ya están al borde de acabarse así que puedo dormirme mientras se derriten. El viento alejará de mí los humos parafínicos.

Entra luz de las nubes grises tras la llovizna y se mezcla con la de vela. William Turner esta orgulloso en su tumba. Me acuesto en un colchón sencillo que siempre se moja con el abrigo cuando llueve. Siempre me acuesto con mi ropa y una canchosa cobija; hace frío hijodeputa de noche acá.

La mañana siguiente hace sol, demoníaco picante sol afuera. Adentro es afuera. Estoy asándome en este abrigo. El clima de acá es especial, en una ciudad fría de noches el ambiente ahora es amazónico; mitad de los recibos luce tostado, mitad luce húmedo.



Y alejado, más cerca de mí, uno resalta nuevo.


Un sobreviviente logró atravesar la maraña húmeda del recibo-tapete.
Me sorprende su color rojo intenso, voy por él.

Siete años pasaron para que uno nuevo llegara a la puerta y catorce antes de que uno yo abriera. Obviamente me trae malas noticias y me pone de mal humor. Me veo obligado a quitarme el abrigo Humberto Dorado Style que 7 años seguido tuve puesto y dejarme llorar. El sobre rojo, portador de malas noticias, el sobre rojo tenía que llegar.

Si mi inmediato futuro no dependiera de esto no dudaría en desechar las palabras de la carta y usarla de papel higiénico, pero no, mi culo está sucio porque mi apartamento está de por medio. Pienso esto mientras hago cuentas del número de personas que están delante mío en la fila. Cuando el número alcanza 100 dejo de contar, ya llegué a una conclusión.

Los rayos de sol entran como navajas y los ventiladores brillan en su OFF. Hay 10 cajas disponibles pero por política los bancos no gustan de la eficiencia; sólo dos cajeros atienden. Son las 8 de la mañana y la expresión tener huevo no abarcaría una centésima de lo que estos cajeros, aliados en sus cubículos, moviéndose rápido para todo menos para el cliente del común, merecen como apelativo a su incompetencia.

La coyuntura ayuda pues es temporada de declaraciones de renta; casi 90 personas tienen en su mano un formulario gigante que no saben llenar. El tiempo promedio por persona en el cubículo es de 10 minutos y sé cuánto porque lo único que funciona es el reloj que les dice a los empleados del banco cuando irse sin importar en quién cagarse en el proceso. De suerte mi vuelta es rápida, si la separamos del triste infierno de vivir esta fila. Tengo que presentar un viejo papel, el único que tenía guardado en la nevera que me certifica como heredero y propietario del lugar donde vivo.

El jovenzuelo de adelante me mira, hace muecas con su nariz y se voltea. Manotea como queriendo repeler un olor; como queriendo darme un mensaje. No tengo nada que hacer, si iba a hacer esta vuelta la iba a hacer con mi chaqueta y cómo huele ahora me tiene sin cuidado. El hecho que me tiene sudando como paleta desnuda me pone a dudar pero hay principios qué seguir y momentos a no dar el brazo a torcer.

El reloj no se detiene y la fila no avanza, de las nueve pasamos a las once y el sonido predominante proviene del cuerpo de un lunático. El tipo tiene música en sus oídos y la reproduce para que el resto de la fila lo quiera matar. Suena su chaqueta cuando sus manos la golpean, suenan sus suelas, suena incluso el tarareo que hace de cada ritmo, melodía o Solo que ejecuta el resto de su banda imaginaria. Hace dos horas pensé que lo iba a soportar pero ahora me provoca violencia. No hago nada igual, solo lamento la suerte del hombre al frente mío, enloquecido por el ruido del loco y el olor del “coco”.

Medio día asoma, tengo unas ganas de orinar hijasdeputa. Me he aguantado un buen rato y ya puedo ver a la cajera en el horizonte pero no aguanto más. El zapateo del loco me hace pensar en gotas, de agua, me hace pensar en baño y me acuerdo que me duele el cuerpo. La técnica de mover mis piernas para disipar el meo no sirve más así que le pido el favor al ancianito que me sigue en la fila que me cuide el puesto. “Por favor” digo.

Algo responde el anciano, algo que yo asumo es un “Sí”. Salgo de la fila, y camino haciendo movimientos de prevención urinaria los 70 metros hasta la salida. Al llegar veo la salida cerrada. Exijo al guardia que la abra y me muestra el doble barril de la escopeta y señala a unos tipos con más escopetas que están sacando el biyuyo del día. Es justo ese momento en el día a día de un banco, del que sabría si viniera más seguido al banco.

Escopetas o no dejo sueltas mis necesidades. Ya no hay nada que hacer. Así que mientras orino camino los 70 metros de vuelta, de manera más ortodoxa que de ida, pero por obvios motivos no totalmente...

El lugar, caliente ya, dirige sus miradas y gritos hacia mí. Las posiciones se han vuelto más políticas, y sé que quien ríe ahora es el hombre que me precedía en la fila; él sabe que apenas abran las puertas del lugar me van a botar directo a la calle, mi nuevo hogar.

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