martes, 18 de noviembre de 2008

Mil horas

Los llanos son una caja de chocolates y la vida es una caja de chocolates. El llano es una vida que parece una caja de chocolates, llena de bestias, bichos y tierra abierta para donde se mire.

Los cielos son únicos en tonos mañaneros de amarillo, luego de azul, rosado y al final nocturno-estrellado. En los llanos se recibe la ducha tibia más magna de la historia cuando le da al cielo la gana dejarla caer y a usted como humano de recibirla; es tierra de los raperos de la tierra abierta, no del “barrio”, es tierra de canto llano y lleno y tan especial como la naturaleza del lugar. El horizonte da un tresesenta por momentos de pradera verde y para el citadino acostumbrado a la eficiedúmbre el paisaje representa una pepa azul morféica.

Todo arranca en una carretera abierta que de la ciudad me extrae, jukiáda por dos túneles y seguida de un huevo e barranquillos. Cruzamos villabo y unos pueblos más por una fluída carretera. Conforme avanzamos muta el paisaje, lor árboles asumen poderes de plano, con sus achatadas extremidades cortan zonas como guillotinas orgánicas mientras verdes terrenos progresivamente se extienden.

Entramos a la trocha, inevitablemente la carretera tranquila termina tarde o temprano. El vaivén del jeep y la velocidad hacen d’este un momento especial, el lunático conductor quiere llegar rápido y le encanta la adrenalina del afan; me agarro de la baranda de copiloto y mientras cabalgamos la trocha saco una cámara de video, por la ventana del carro, tratando de robarme el caos del viaje en video. La velocidad es creciente hasta que el ritmo baja de un totazo, llegamos al primer “broche.”

Uno tras otro broche nos recibe mientras nos acercamos en el azul yíp Montero hacia el destino final. Estoy encargado de bajarme y abrir las mil hijueputas puertas hechizas a la perfección; gordo y brasidébil cada una de las que me encuentro me genera trabajo exagerado, siento que no puedo, que no puedo hasta que por obra y gracia del ave fénix, justo antes de recibir un chiste de parte del conductor en casos, justo después en otros, logro zafar el gancho, abrir la madera amarrada con alambre de púas y seguir. Milagrosamente cerrarlas es más fácil que abrirlas en la mayoría de los casos por lo cual sólo se multiplica por uno y medio el tiempo normal que se toma un auto para atravesar esta parte del tramo.

El conductor es César, me trajo a estas tierras para mostrarme otra vida, darme a respirar otro aire y se lo agradezco mucho. Cuando lo veo andar descalzo por su finca lo admiro, su entrega a como las cosas son acá y la consciencia de que no hay posibilidad de mando efectiva si el trabajador no respeta antes a su jefe y si el jefe no respeta antes a su trabajador. Es el hombre al mando pero aprende aun, se adapta todavía, leyendo a los que por más tiempo han atravesado las tierras.

Desde que ponemos pie en la finca, sus zapatos y medias se van al carajo, mientras mi pie citadino, flojo, vulnerable y ultra sensible cubro rápido con una chancla. Me echo a descansar un poco, después echamos paja durante la tarde en hamacas y por la noche a fokear porque mañana se viene un día rudo.

Si uno no ha montado caballo en la vida, la primera vez es un momento importante. El contacto milenario humano-equino materializado a través mío y la anticipación que esperar esto me genera me tienen emocionado. Así que salgo a conocer al capataz de la finca de una buena vez, le doy la mano y me dice que acaba de escoger un caballo especial para mí. Manuel es el capataz, el caballo escogido responde al nombre de “Mil años.”

Por alguna razón me siento honrado, “me dieron al veterano” pienso.

Cinco horas después los estribos en que mis pies debían estar metidos golpean fuerte y repetidamente el abdómen de Mil años. Este apenas siguiendo su impulso, su maña milenaria, su acerbo correlón y su pavloviana respuesta desputado atraviesa la pradera más cercana a la finca, acercándose a muchos kilómetros por hora a la reja que cerrada se presenta unos metros adelante. Mi cuerpo perpendicularmente se balancéa tratando de mantenerse en vida evitando caer al piso, a las rocas, al revuelque rompehuesos y estrujacráneos.

La primera vez que traté de montarlo lucí torpe, me trepé como una tortuga tratando de follarse un elefante. El Mil años no se ganó el apodo por pendejo y al evaluar mi patético intento de montarlo me mandó al piso con un seco movimiento; los alrededores rieron un poco, nadie se resiste a semejante wamazo, pero luego fingieron indignación, le dieron par palmadas a las bestia y dijeron “hágale a ver que ya está calmáo”

Tengo muy buen balance, o mucha suerte. Mi gorda contextura permite a mi centro de gravedad clavarse en el medio de esa silla, a la cual me adhiero por mero milagro, o por mi centro de gravedad y no dejarme caer. A la par del Mil horas llegan dos caballos con vaquero incluido que planean atajarlo, antes de que le dé la saltarina y me deje de adorno navideño en un árbol cercano o en la reja de púas.

El galope incesante del caos presentó literalmente lo que se siente perder los estribos, no estar en control, pero haberlo sobrevivido ayuda. Quizas un día voy a tener Mil años y un poco de suerte.